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El trabajo que le robó la infancia a Óscar

En Guatemala 106.000 niños abandonaron el colegio antes de tiempo en 2020. La mayoría, para ponerse a trabajar. Pero la entrega de alimentos escolares ha hecho crecer ahora la matriculación

Óscar Tut, de 10 años, trabaja en el huerto de su casa en San Juan Chamelco, Alta Verapaz, Guatemala, a finales de febrero.
Óscar Tut, de 10 años, trabaja en el huerto de su casa en San Juan Chamelco, Alta Verapaz, Guatemala, a finales de febrero.Jaime Villanueva
Noor Mahtani
San Juan Chamelco, Guatemala -

A Óscar Tut le tocó crecer demasiado rápido. A pesar de que solo tiene 10 años, lleva la vida de un adulto. Se sienta en una banqueta de madera con las botas llenas de barro sobre la cama y una mirada territorial, atípica en un niño de su edad. No se fía. Sus ojos escanean a quien llega sin intención de comprar el maíz que seca en la única habitación de la casa y con el que mantiene a su familia: su tía. Este niño huérfano encarna el rol de padre de familia desde que aprendió a agarrar el machete y supo de los calambres de Candelaria, de 55. Cuidarla y cultivar su pequeño huerto son ahora sus dos trabajos. Aunque para él solo es su día a día.

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-¿En qué trabajas?

-No trabajo, solo cosecho y vendo la milpa [maíz]

La normalización del trabajo infantil y la pobreza son las principales zancadillas con las que tropiezan miles de niños en Guatemala. Cerca de 106.000 en edad escolar han abandonado las aulas antes de tiempo durante el año de la pandemia, según datos de la delegación de Unicef en el país centroamericano. En Latinoamérica y el Caribe se estima que sean más de 5,2 millones de menores, según la Organización Internacional del Trabajo. Los varones suelen dejarlo para ayudar a sus padres en casa o en el campo y ellas se ocupan de la cocina, cargan con el peso de los cuidados o se ven obligadas a formar su propia familia.

Óscar Tut junto a su tía Candelaria, de 55 años, en la única habitación de la casa en Alta Verapaz, Guatemala.
Óscar Tut junto a su tía Candelaria, de 55 años, en la única habitación de la casa en Alta Verapaz, Guatemala.Jaime Villanueva

Durante el último curso se esperaba que estas cifras empeoraran, pues en muchos casos son los propios docentes quienes insisten a las familias para que les dejen seguir estudiando. Sin embargo, hubo dos factores clave para que la matriculación no solo no disminuyera, sino que aumentase: las refacciones (una entrega de alimentos mensual con la que se sustituye el comedor escolar) y un seguro médico (que cubre gastos de accidentes y defunciones aunque en las zonas rurales su cobertura es menor). Según datos del Ministerio de Educación el abandono escolar en infantil pasó de 3,7% en 2019 a 2,7% en 2020 y de un 4,2% a un 1,5% en primaria. Sin embargo, de 340 municipios el riesgo de explotación del trabajo infantil es hoy alto en 98 y medio en 132, de acuerdo con un análisis del Ministerio de Trabajo de junio del año pasado.

Ervin quería ser maestro, como Blanca y Yessica. Dani soñaba con convertirse en policía. Y a Alba le encantaría escribir historias de otros. Ninguno pasa de los 16 años y todos se vieron obligados a dejar los estudios durante la pandemia

Óscar se planteó dejar las clases porque su tía no sabe leer ni escribir y para hacer los deberes llamaba a su primo, que vive a media hora de su pequeña casa de madera y piedra, en una aldea rural y pobre del municipio de San Juan Chamelco, en el departamento guatemalteco de Alta Verapaz. “Pero quiero ser policía”, dice con un hilito de voz cada vez más lejos de su actitud de guardián. Las ayudas de alimentación que iba a buscar cada 25 días ―en las que se incluyen más de cinco kilos de verduras, aceite, harina y frijoles― eran una gran parte de la dieta de ambos, que viven con un poco más de un euro diario. El menú antes de estas refacciones era siempre el mismo: frijoles y hierba mora. Candelaria Tut no sabe cuánto tiempo seguirá yendo a clases su sobrino. Este año se ha matriculado en quinto de Primaria. Por ahora, resiste.

Candelaria Tox, profesora de la Escuela Rural Nuevo Sinai Rubel Santo, en Chisec, Guatemala, junto a sus alumnos.
Candelaria Tox, profesora de la Escuela Rural Nuevo Sinai Rubel Santo, en Chisec, Guatemala, junto a sus alumnos. Jaime Villanueva

“No puedo permitir que mis niños sigan dejando la escuela”

La profesora Candelaria Tox lo tiene claro: quiere reabrir la escuela multigrado que dirige aunque no tenga permiso del Ministerio de Educación. El equipo de expertos prohíbe la reapertura de los colegios que no tengan agua ni sanitarios, aunque la tasa de incidencia del municipio sea pequeña. Tox es una de los dos docentes de la Escuela de Nuevo Sinaí Rubel Santo, en Chisec, a más de 150 kilómetros de la capital departamental. Su centro educativo es uno de los 9.900 que se prevén cerrados otro año más. Esto se traduce en 930.000 alumnos, casi uno de cada cuatro. A Carlos Carrera, representante de Unicef en Guatemala, le preocupa especialmente: “A fin de cuentas ahí están los niños más vulnerables y que más sufrieron el año pasado por no tener electricidad ni internet. También es probable que los papás no tuvieron los conocimientos para ayudarles. Volver a la escuela es imprescindible”.

Ervin Lionel Caal Caal, de 14 años, con su padre, en la Escuela Rural Nuevo Sinaí Rubel Santo.
Ervin Lionel Caal Caal, de 14 años, con su padre, en la Escuela Rural Nuevo Sinaí Rubel Santo.Jaime Villanueva

Ervin Lionel Caal Caal quería ser maestro, como Blanca Lidia Caso Poou y Yessica Paola Caal. Dani Rubén Ical Chic soñaba con convertirse en policía. Y Alba Floridalma Ical Xol quería ser periodista y narrar las historias de otros. Ninguno pasa de los 16 años y todos se vieron obligados a dejar los estudios durante la pandemia. “No puedo permitir que mis niños sigan dejando la escuela”, reclama enérgica su profesora desde su escritorio destartalado, recuerdo de los catastróficos huracanes Eta e Iota. “Esta es una comunidad llena de necesidades y la escuela es una de ellas. Los niños tienen que volver”, sentencia. Una veintena de alumnos, la mayoría sin mascarilla, se asoma a las ventanas de las clases, curiosos. “Aunque lleven cerradas un año, siguen viniendo. Aquí no ha entrado el virus y es absurdo perder un año más”, zanja la maestra de 45 años.

Aunque las clases lleven cerradas un año, los niños de la comunidad siguen viniendo. Aquí no ha entrado el virus y es absurdo perder un año más, zanja la maestra
Candelaria Tox, profesora

Los hermanos Putul Botzoc tienen claro que tampoco volverán. Más bien se trata de los padres de Antonio, de ocho, y Virgilio, de 12 años. Iban a la escuela hasta que irrumpió el coronavirus y la familia tuvo que mudarse a una comunidad más lejana para dedicarse a la agricultura. Allí, llegar al colegio es una tarea arriesgada. “Hay que atravesar un río con gran caudal. Es peligroso”, explica Virgilio. “Y para cruzarlo en canoa hay que pagar 10 quetzales (poco más de un euro) y ni siquiera tienen motor”, añade la hermana mayor en q’eqchi, la lengua maya predominante de la zona de San Juan Chamelco, en el departamento de Alta Verapaz. Amelia ha intentado convencer a sus padres, pero ellos prefieren que les ayuden en la cosecha del maíz y cardamomo. “Yo no pude estudiar y por eso no sé ni hablar español, pero ellos todavía están a tiempo”, dice angustiada esta madre de 25 años mientras mece al pequeño Leonardo.

Los hermanos Putul, víctimas de la migración interna. Detrás, Amelia, la hermana mayor mece a su hijo.
Los hermanos Putul, víctimas de la migración interna. Detrás, Amelia, la hermana mayor mece a su hijo.Jaime Villanueva

Una cenefa de mazorcas secándose cruza el salón de la casa, a la que envuelve un olor a tortillas recién hechas. El maíz es el eje económico de las familias más humildes del país y la sal de cualquier hogar. En este, un pequeño altar con flores secas, media decena de estampitas de Cristo y una biblia antigua custodian la sala. “Dios quiera que mi hijo sí pueda ir”, dice Amelia. Virgilio y Antonio escuchan en silencio. Están en casa de la hermana de visita y al día siguiente vuelven con sus papás. No lo esconden, preferirían quedarse. “Aquí solo jugamos y tenemos a nuestros amigos cerca”, reconoce Virgilio. Pronto volverán a la rutina de los últimos meses: recolectar cardamomo y cosechar milpa.

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